Cuentan de Francisco Solano de Luque (1684-1738), montillano que estudió Medicina en la Universidad de Granada y ejerció la profesión en Antequera con notable acierto, que superaba a todos sus contemporáneos en cuanto a destreza en el diagnóstico de las más variadas dolencias a través de la simple palpación del pulso y dieron sus coetáneos en llamarlo por eso «El Pulsista». Pese a sus probados conocimientos sobre el pulso, no obstante, en los grandes centros del saber, su figura y su obra eran motivo de burla para los doctos colegas de la época. Hasta que un tal doctor Nihell, médico irlandés de la colonia inglesa de Cádiz, se trasladó a Antequera y pudo comprobar por sus propios ojos la pericia clínica de Solano. Desde ese momento, Nihell se encargó de difundir su obra en Inglaterra y convencer a colegas de prestigio, como el holandés Van Swieten y los franceses Bordeu y Lavirott, con lo que la fama del antequerano traspasó fronteras. No mentía, pues, Feijoo cuando escribió de él:
"El doctor Francisco Solano de Luque fue tan gran pulsista que aún los médicos extranjeros vienen a confesar que desde Galeno acá no se ha conocido quien diese mayores luces a la medicina en punto tan esencial".
¿Punto tan esencial? Tengo para mí que en esta época nuestra tan ultratecnificada, donde el más torpe R1 es capaz de diagnosticar hoy —con ayuda ecocardiográfica, claro está— cualquier valvulopatía con más acierto y precisión de lo que podían hacerlo sesenta años atrás Gregorio Marañón, Carlos Jiménez Díaz y Agustín Pedro Pons los tres juntos, con todo su ojo clínico, toda su experiencia y toda su sapiencia auscultatoria y pulsológica, pocos médicos jóvenes osarían afirmar que la palpación del pulso sea un punto esencial para el ejercicio de la medicina. Ni serían capaces de reconocer, probablemente, un pulso capricante, un pulso dícroto, un pulso deficitario, un pulso filiforme, un pulso intercurrente, un pulso lleno, un pulso vibrante...
No es fácil hoy, desde luego, entender cabalmente lo que supuso el pulso en la medicina antigua, hasta hace menos de un siglo, y la importancia diagnóstica de su correcta interpretación. De hecho, la imagen del médico con su levita negra, sentado junto a la cama con gesto adusto, palpando con una mano la muñeca del enfermo y sosteniendo con la otra un reloj de bolsillo para contar el número de pulsaciones por minuto, es una de las imágenes clásicas de la medicina decimonónica.
Desaparecieron ya los pulsistas de antaño, y con ellos también la palabra que les daba nombre, pero la toma del pulso permancerá largo tiempo aún en la consciencia colectiva como uno de los actos médicos más señalados de nuestro ejercicio profesional.
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