14.5.19

Vivencias de una camarera cofrade


Con motivo del fallecimiento de Carmela Polonio Requena, primera mujer en pregonar la Semana Santa de Montilla, allá por el año 1993, y distinguida con el honor de Cofrade Ejemplar por la Agrupación de Cofradías de nuestra ciudad en el año 2013, "reconocimiento con el que se quiere dejar patente la gran labor que esta señora y su familia vienen desarrollando, generación tras generación, en favor de la Semana Santa montillana", hoy queremos recordar los sentimientos que plasmó en el libro 'Semana Santa en Montilla. Pontificia Cofradía y Hermandad del Santo Entierro y Nuestra Señora de la Soledad. Anales y recuerdos', de Enrique Garramiola Prieto (q.e.p.d.), publicado en 1993. Un libro que se encuentra dedicado "a quienes generosamente se afanan porque permanezca en Montilla la tradición religiosa de la Semana Santa".


Desde Pasión por Mvnda queremos trasladar nuestro más sentido pésame a su familia, en especial al hermano mayor de la Cofradía Penitencial de la Santa Vera Cruz y Devota Hermandad del Santo Cristo de Zacatecas y Santa María del Socorro, Madre de Dios y Señora Nuestra y a la hermana mayor de la Pontificia Hermandad del Santo Entierro, Soledad y Angustias de la Madre de Dios. Descanse en paz.

Vivencias de una camarera cofrade

No me resulta difícil hacer un comentario sobre el ser camarera del Sepulcro y decir cómo llegó hasta mí, puesto que es algo que forma parte de mi vida. A principio del siglo XX, cuando se organizó la Hermandad del Santo Entierro y María Santísima de la Soledad, nombraron camarera a Carmen Cordón, pasando de esta el cargo a su hija Dolores, madre de José María, mi marido.

Cuando me casé, empecé siendo una ayuda voluntaria, y poco a poco me fuí interesando y enterando de todo, por lo que el pasar a mí el cargo fue de la manera más normal y sencilla, cuando ella, por la edad, tuvo que dejarlo.

Al principio, noté el cambio de ir, no ya como ayuda, sino con el trabajo y responsabilidad que el cargo requería, pero pronto me hice a ello. He vivido experiencias de toda clase. Una que recuerdo con más agrado es la de ver a mis hijos ir conmigo a San Agustín, ilusionados y orgullosos de ver que tenían el privilegio de poder tocar y acariciar al Cristo del Sepulcro.


Cuando se hizo el paso que lleva actualmente, tuvimos al Cristo unos días en casa, que por razones de seguridad de la imagen, la instalamos en una habitación sobre una cama: un Cristo Yacente en cama. Os puedo asegurar que impresiona muchísimo. Pues curiosamente, la más pequeña de mis hijas, que solo tenía algo más de dos años, me sorprendió verla salir de la habitación en la penumbra del atardecer, diciéndome que venía de besar al Señor, con una cara de ternura que me conmovió.

Estos gestos que he visto en ellos y la reflexión que a medida de sus edades hacían de la muerte de Jesús, eran para mí una satisfacción y a veces la recompensa de un trabajo que no siempre ha sido fácil. Precisamente por lo difícil que a partir de la fecha en que mi cuñada María del Carmen y yo nos quedamos sin ayuda por un cambio grande de situación económica en casa, pensé varias veces en dejar el cargo, pero me parecía una cobardía o falta de generosidad por mi parte el no querer aceptar las molestias que ello me ocasionaba.

De estar acostumbrada a que mi marido ponía a nuestra disposición los hombres que necesitábamos para el trabajo que nosotras no podíamos hacer -sacar el paso de la capilla donde se guarda, bajar y subir el Sepulcro-, a tener que pedirlo todo por favor, es mucho cambio. Es bonito necesitar de los demás y verse ayudada, pero cuando se está acostumbrada a tenerlo propio, no es tan fácil.

Gracias a Dios, no lo dejé. Mis hijos crecieron, y con la ayuda de amigos, pudieron hacerme estos trabajos. Aquel tiempo pasó y ahora me resulta comodísimo. Mi hijo Pedro se encarga de todo y yo sólo tengo que ocuparme del arreglo del Cristo y del Sepulcro, que aunque no es precisamente arte lo que más se necesita para prepararlo, sí es un trabajo delicado que exigen poner mucho cuidado y esmero.


Ya por la edad, tengo que ir pensando en dejarlo. Me gustaría que, siguiendo la tradición, pasara a la cuarta generación, pero claro, yo no puedo imponerlo. Otra cosa sería que saliese alguna voluntaria. Lo que sí pediría a la camera que me sustituyese es que lo haga con mucho cariño.

El ser camarera de un paso procesional es más bien un trabajo oculto y poco reconocido. Si va bien el paso, es lo natural, pero que no salga mal, porque seguramente preguntarán quién es la que lo prepara, y a veces que viene mal el tiempo que le tienes que dedicar, porque son días precisamente que viene escaso para la casa. Si algo falla sobre la marcha, lo tienes que solucionar ocasionándote quebraderos de cabeza.

Recuerdo cuando del techo de la capilla se cayó una piedra y rompió la tira de madera que forma la parte comba del paso. Nos costó mucho trabajo poner una pieza provisional en escaso tiempo, ayudadas solo por un trozo de madera basta, unas tenazas y un martillo y la necesidad de arreglarlo que nos hizo tener unas ideas mañosas extraordinarias. Y lo conseguimos.

El sábado, tras la procesión, cuando todos están en casa descansando, las camareras y todos los que trabajan en los arreglos de los pasos han de salir temprano para desmontarlos y cuidadosamente guardarlos para el año siguiente, pues hay que dejar el templo libre y aseado para la eucaristía del domingo. Me gustaría que estas palabras sirvieran para reconocer el mérito de todos los que, de alguna manera, trabajan por el engrandecimiento y esplendor de nuestra Semana Santa.

CARMELA POLONIO REQUENA

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