17.7.15

Comunicado de la Archidiócesis de Sevilla ante el asesinato del sacerdote Carlos Martínez


El sacerdote Carlos Martínez Pérez falleció en la tarde de ayer, 16 de julio, víctima de una brutal agresión en la puerta de su domicilio, tras celebrar la Eucaristía en la Iglesia del Convento de San Leandro de Sevilla, del que era capellán.


El arzobispo de Sevilla, monseñor Juan José Asenjo; el obispo auxiliar, monseñor Santiago Gómez; el consejo episcopal y el presbiterio sevillano expresan su profunda conmoción al conocer esta noticia, manifiestan su dolor y el de toda la archidiócesis por esta trágica pérdida y ruegan una oración por su eterno descanso y el consuelo de sus familiares.

Carlos Martínez nació en Sevilla el 28 de noviembre de 1939 y fue ordenado sacerdote en mayo de 1972. Doctor en Historia y licenciado en Ciencias Económicas y Geografía e Historia, era vicario parroquial de San Isidoro, San Ildefonso y Santiago.

Descanse en paz.

“De noche iremos, de noche, que para encontrar la fuente, sólo la sed nos alumbra…”

En ocasiones, la vida da zarpazos de tal hondura que todo contraste con cualquier circunstancia cotidiana pierde perspectiva en pos de un reverso tenebroso. No quiero escribirles una necrológica, me niego. No están estos renglones para cosas tan terribles, y sin embargo, nos despachamos hoy con un asesinato gangrenoso y vil, infame y lleno de dolor. Cuesta entender estos tiempos nuestros, a veces, desabridos y dolorosos. Cuesta comprender esta realidad nuestra, en la que cualquier desalmado, desequilibrado, enfermo de odio, puede despachar a cuchillo, incluso a una persona tan humilde y sencilla como Carlos. Un hombre, el reverendo Carlos Martínez, que vivía con imperiosa sencillez el mandato evangélico. Un sacerdote a quien he tenido la oportunidad de tratar de cerca y colaborar a brazo partido hace unos años en su visión particular de llevar la oración y el silencio como un signo hecho persona.

La historia de Carlos es sencilla, dentro de su ejemplaridad. Tras celebrar su cotidiana Eucaristía en el Convento de San Leandro, como era su costumbre, el rellano de su casa le ha deparado una trágica y dolorosa muerte a golpe de cuchillo. Cada cuchillada es una confesión de culpas extrañas a manos de un loco, llenas de odio y sarcasmo, ensimismadas en las veleidades esquizoides de un desgraciado que ya antes ha causado tanto o más dolor en su familia. A veces, la realidad da para pensar que la labor de curar las almas pueda resultar prácticamente imposible y frustrante.

De Carlos me queda su mirada serena, humilde y sencilla, su silencio solemne ante Dios, esas oraciones de Taizé, tan suyas, a pesar de irse con Dios sin haber conocido ni pisado jamás Taizé. De Carlos me queda su modernidad desde su actitud persistente, tantas veces para estar en esa cercanía de Dios con nosotros, Dios en nosotros, que tiene todas las respuestas a las preguntas imposibles. Al saber de su asesinato, he sentido la misma zozobra que me dejó la fatídica muerte del hermano Roger, años ha, también a cuchillo por mano de una persona enferma, entonces de locuras, ahora de odios. De Carlos me queda el sinsabor extraño de quien ha regalado amor, aprecio a sus hermanos, paz de corazón y una silenciosa sinceridad, mientras en un signo de los tiempos, este mundo le ha devuelto violencia y una forma injusta y terriblemente dolorosa de irse a Dios.

A veces, es al final del trayecto de la vida cuando todo cobra sentido. Estas cosas que vivimos en nuestro mundo derredor no generan sino una zozobra inenarrable, desalentadora, una especie de desorden de la realidad en forma de mazazo disperso y silencioso. Es, sin embargo, al final del recorrido de cada hombre, cuando todo cobra sentido y nos ofrece la dimensión inmensa de la personalidad de cada cual. Carlos ha sido un sacerdote lleno de silencios enriquecedores y de sabias palabras, bondades sencillas de cada día, una bondad concreta que se llena de superioridad ante acontecimientos desproporcionados o inauditos. La vida está llena de preguntas muchas veces aparentemente sin respuesta: la desazón ante la muerte, graves problemas en el entorno familiar, el desarraigo, la tristeza, la fe, el pecado, incluso la venganza. Pero, en realidad, la vida de Carlos habla de virtud y de la capacidad y necesidad de perdonar y acoger la vida en todas sus imprevisibilidades. El frontispicio sereno y sobrio del Convento de San Leandro refleja con su luz encalada y blanca, pura, todo el vértigo, crueldad, ferocidad y desequilibrios del ser humano.

Pudiera parecer que el perdón carece de sentido, que no hay camino para estas bofetadas de la vida, pero en esta realidad nuestra, se nos desmonta toda explicación sabiendo que hay personas, un cura como Carlos, que lo dan todo por regalar el bien, por cargar entre sus costillas con el dolor del mundo y hacerlo propio y en su mismo cuerpo. Carlos ha sido un buen sacerdote, un hombre inocente trabajando en una Iglesia no pocas veces sometida a un entorno hostil. Y lleva sobre sus espaldas las hostilidades de esta realidad nuestra tan inhumana a veces. La realidad se ensaña en ocasiones con los buenos sacerdotes. Precisamente por eso, por ser buenos sacerdotes sin más, porque su ejemplaridad a veces puede provocar la reacción adversa y casi demoníaca de quienes se sienten incomodados por uno que pone a Dios por encima de todas las cosas.

“Beati voi, poveri, perché vostro è il regno di Dio…“.

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