25.10.14

La saetera


Era una mujer impresionante. Muy alta. Con una acusada personalidad. Había sido amante de un pez gordo de nuestro pueblo. Cuando este la abandonó, se refugió en una casilla de campo, desde la cual podía ver Montilla.

Decíamos que era alta, también rubia de ojos verdes. Muy bella. Se recogía el pelo en un moño. Nunca venía por la ciudad. Hacía trabajos caseros para la gente que se los encargaba: desde paletillas para braseros de picón hasta comidas de alta calidad y sabor. No en vano, antes de ser la amante de aquel hombre había sido su cocinera.

A cualquier 'jatero' le encargaba los alimentos que necesitaba para toda la semana. Junto a ella, vivían dos enormes perrazos que no permitían que nadie se acercase a aquella casilla si no eran los jateros.


Nuestro Padre Jesús Nazareno

Era una promesa aquello de no pisar nuestro pueblo durante el año. Pero aquella promesa se quebraba el Viernes Santo. Entonces Dolores, nuestra particular protagonista, se vestía enteramente de negro, y, acompañada de sus dos enormes perros, se encaminaba hacia la calle Juan Colín para cantar una saeta a Nuestro Padre Jesús Nazareno. El sitio escogido era, invariablemente, la esquina con la Cuesta de la Barreruela.

Cuando el paso llegaba a aquel lugar, la mujer, a cuyos costados se colocaban los fieros canes, que, en aquel momento, no eran sino dos mansos corderillos, la mujer entonaba una profunda saeta dedicada a aquel Cristo que parecía comprenderla desde su lugar de martirio. Era solamente una saeta la que cantaba. Después se volvía al campo, a su casilla, de la que no volvería a salir hasta el siguiente Viernes Santo. Tras ella, los perros, guardando una respetuosa distancia, hacían el mismo camino.

Aún hay quien recuerda a esta mujer. Y quien se acuerda de parte de su saeta:

"Por qué no puedo ser yo
la que cargue con tu cruz.
La mía no pesa nada.
Pesa la que llevas tú".

Una mujer notable, evidentemente.

José Pérez Merino / Archivo de Una Estrella en el Camino

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